Para preparar el Rito de la Eucaristía, que tuvo lugar el Jueves Santo, Cristo comisionó a dos de Sus discípulos para ir a la ciudad, donde encontrarían a un hombre con un cántaro de agua. Debían seguirle hasta una casa en la que debía prepararse una gran «habitación superior» para la llegada del Maestro y Sus discípulos. Irían a celebrar juntos allí la cena de Pascua.
Estas instrucciones son, realmente, un anagrama críptico perteneciente al desarrollo esotérico del aspirante. El hombre que lleva un cántaro de agua hace referencia a Acuario, el signo del Portador de Agua, regente de la Nueva Edad, en que el espíritu de la verdadera iluminación será derramado de nuevo sobre toda la carne, y cuya preparación tenía lugar entonces. La «habitación superior» es la cabeza, la cual, cuando está «amueblada y a punto», gracias al despertar de los centros espirituales de su interior, proporciona la visión de los mundos internos y superiores. Con la glándula pineal y el cuerpo pituitario despiertos y activados, se levanta el velo del Sancta Sanctorum y el hombre se encuentra en presencia de su propio Yo Superior, como creado a imagen y semejanza de Dios y capaz de manifestar los poderes del hombre crístico.
A la luz de esta lectura simbólica, puede deducirse cuál era el status espiritual de Pedro y Juan, los dos discípulos enviados delante por el Maestro. Ambos habían sido ya encontrados dignos de entrar en la «sala superior». Suyo era entonces el privilegio de preparar el camino para cualquiera que, en cualquier tiempo futuro, desease seguir sus pasos.
Quizás la humildad y la voluntad y disposición para servir a todos y a cada uno, sea la más importante lección que ha de aprender el candidato a la Iniciación. Hasta que esta lección no ha sido dominada, el hombre no se encuentra suficientemente cualificado para gobernar y manejar con seguridad los poderes que la Iniciación le confiere. Hay una ley fundamental de la evolución que establece que los más avanzados sólo pueden continuar su subsiguiente progreso si se detienen para servir a los más rezagados y para ayudarles a alcanzar niveles superiores. El sacrificio propio yace en el corazón de toda verdadera consecución. Y fue por obediencia a esta ley cósmica por lo que el Lavatorio de Pies precedió a la más excelsa de las enseñanzas que el Maestro impartió al círculo de Sus más próximos discípulos a lo largo de todo Su ministerio terrenal. «Si no te lavo – respondió Él cuando Pedro protestó que el Maestro no debía humillarse así -, no tendrás parte en Mí«. La humildad y el olvido de sí mismo son las palabras de pase para la consecución más elevada. Es aquél que se anula el que lo alcanza todo.
Cristo conocía el elevado destino que aguardaba a Pedro, cuando su orgullo e impetuosidad fueran reemplazados por una serena humildad. Consecuentemente, Pedro se convirtió en la figura central de la escena del lavatorio con la cual se da, a todos los discípulos de todos los tiempos, la suprema lección, objetiva, de la humildad, como requisito previo para la consecución espiritual.
Debido a la vieja costumbre de lavar los pies a los pobres en este día, en cumplimiento del «nuevo mandamiento», la iglesia lo denominó Jueves del Mandato, término derivado del latín «mandatum», que significa «mandamiento».
«Si tú te elevas a Cristo para celebrar la Pascua con Él, Él te dará el pan de la bendición, Su propio cuerpo; y te entregará Su propia sangre». – escribió Orígenes, el místico primitivo cristiano.
La última Cena o Rito de la Eucaristía ha formado parte de todas las enseñanzas iniciáticas que se han dado al hombre en todos los tiempos. En Egipto, los místicos pan y vino significaban las bendiciones del dios sol, Ra. En Persia, la Eucaristía formaba parte de los Misterios de Mitra. En Grecia, el pan estaba consagrado a Perséfone y el vino a Adonis. También se refiere a este rito un viejo fragmento del indio Rig-Veda: «Hemos bebido soma; – dice – nos hemos hecho inmortales; hemos entrado en la luz; hemos conocido a los dioses».
Cada edad, pueblo o religión han recibido este sacro ritual del pan y el vino, y siempre ha sido observado como el ceremonial que ha proporcionado las más elevadas enseñanzas que en ese momento se podían impartir. Con cada era y cada religión posteriores, al ampliarse la revelación divina, el ritual eucarístico ha ido adquiriendo significados más profundos, alcanzando su más honda significación espiritual cuando Cristo, el Supremo Maestro del Mundo, celebró el Rito con Sus discípulos en la Sala Superior, en la medianoche del Jueves Santo, inmediatamente anterior al Viernes Santo o Día de la Pasión. Entonces Cristo enseñó a Sus discípulos cómo manifestar los poderes del Grado de Maestro.
En la célebre carta de Plinio a Trajano, escrita el 112 d. C., dice que, determinados días, los primitivos cristianos celebraban dos reuniones: Una, antes del alba, en la que cantaban himnos a Cristo y se comprometían, mediante un «sacramento,» a no cometer ningún crimen; y otra, al anochecer, en la que tenía lugar el Ágape o Banquete del Amor.
El vino simboliza el cuerpo de deseos, limpio y transformado, del discípulo. El pan representa el puro y luminoso cuerpo etérico. Mediante la combinación de las fuerzas espirituales de estos dos vehículos, debidamente preparados, es como se pueden manifestar los poderes correspondientes al Maestro. Cada uno de los santos hombres y mujeres que participaron en la Última Cena con Cristo, habían purificado sus cuerpos de deseos y vital, de tal modo, que fueron capaces de recibir y transmitir los poderes crísticos para la curación y la iluminación espiritual de todos a los que les fue dado servir.
Viviendo una vida pura e inofensiva durante un período, cuya duración varía según el desarrollo anterior existente, la conservación en el cuerpo de la fuerza creadora de vida, produce una fuerza vital de orden superior que irradia del cuerpo y que puede ser dirigida y utilizada a voluntad en servicio de los demás. Esta emanación etérica, en la noche de la Última Cena, alcanzó en los discípulos un grado de luminosidad que nunca antes había alcanzado. Cada uno de ellos entregó esa emanación anímica a Cristo en el momento de la Última Cena. Dirigiendo esa fuerza hacia Sí mismo e incrementándola con Sus propios poderes divinos, Cristo apareció ante ellos en toda la gloria del cuerpo de Su Transfiguración. Entonces derramó esta poderosa corriente de energía sobre el pan y el vino, magnetizándolos con la magia de la alquimia espiritual, hasta que ambos brillaron con el esplendor de joyas indescriptibles.
En posteriores celebraciones de la Eucaristía por los primitivos cristianos, los poderes divinos desarrollados por el ceremonial magnetizaban el pan y el vino, de tal modo y hasta tal grado, que las sustancias así santificadas se empleaban muy frecuentemente para curar a los enfermos. Por eso la Eucaristía era denominada, propiamente, «la medicina de la inmortalidad».
La Cena de aquella primera noche de Jueves Santo concluyó con el Padrenuestro, un mantra de inmenso poder, si se emplea correctamente, y con el «beso de la paz». Con ello se expresaban la unidad y la armonía que habían logrado y la reserva común de poder espiritual que habían generado, con el fin de derramar el impulso de Cristo por el mundo, para su consuelo y redención. Habían alcanzado la verdadera fraternidad, que es el primer requisito para el éxito efectivo del grupo. Aquí se encuentra la respuesta a la pregunta, tantas veces formulada, de: «¿Estuvo Judas presente en la Última Cena?».
San Ambrosio, obispo de Milán en el siglo cuarto, escribe que en el ritual practicado por los primeros cristianos, el pan era partido y agrupado formando una figura humana, representando así el cuerpo de Cristo, destrozado por el mundo, con el fin de que la Humanidad caída pudiera ser salvada.
Las Iniciaciones Menores son nueve en número y se corresponden con los Nueve Misterios de la vida de Cristo Jesús que son éstos:
1.- Encarnación
2.- Natividad
3.- Circuncisión
4.- Transfiguración
5.- Pasión
6.- Muerte
7.- Resurrección
8.- Glorificación
9.- Ascensión
El cuerpo humano es el templo del espíritu interno y cada etapa de la expansión de conciencia produce el correspondiente desarrollo en el cuerpo físico. Desde el punto de vista de la anatomía oculta, el pan consagrado representa la nueva fuerza vital que se ha producido en el cuerpo como consecuencia de la conservación y transmutación de la sagrada fuerza creadora.
El Cáliz o Santo Grial representa el nuevo órgano etérico que ya ha comenzado a formarse en el cuerpo de los pioneros de la Nueva Era. Este órgano tiene su centro de poder en la laringe, la cual se convertirá en el instrumento para pronunciar la Divina Palabra Creadora. Este poder se habrá adquirido cuando la fuerza vital creadora, centrada ahora en la base de la espina dorsal, haya sido elevada hasta su punto más alto, en la cabeza, y el proceso físico creador se haya sublimado en su contraparte espiritual.
El «cáliz de la flor» o nuevo órgano espiritual que se está formando ahora en la garganta, formará un eslabón que conectará directamente la cabeza y el corazón, con el resultado de que el hombre será capaz de pensar con el corazón y de amar con la cabeza. Este nuevo órgano le permitirá recuperar la memoria de las vidas pasadas. Esta recuperación no será entonces más difícil de lo que ahora resulta recordar acontecimientos acaecidos algunos años atrás en esta vida. Cristo se refería a este desarrollo cuando dijo: «No beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el Reino de Dios».
El significado oculto del Santo Grial ha sido el mismo a través de los siglos, como bien indica la siguiente cita de Apuleyo, filósofo romano del siglo segundo. Describiendo esa copa como simbólica del órgano en desarrollo en la garganta, dice que, en la procesión de los Misterios, «uno transportaba un objeto que alegraba el corazón, un invento exquisito, sin comparación con ninguna criatura viviente, hombre, pájaro o bestia: un maravillosamente inefable símbolo de los Misterios, para que fuera contemplado en profundo silencio. Tenía la forma de una pequeña urna o copa de oro bruñido; su tallo se prolongaba lateralmente, proyectando como un largo riachuelo; a su alrededor culebreaba una serpiente de oro, doblando su cuerpo en ondas e irguiéndose».
El vástago o tallo de este órgano, en forma de copa, está formado por la esencia del fuego kundalini de la espina dorsal, cuando se eleva, como una serpiente, hacia la garganta y la cabeza, y se convierte en el cáliz de una luminosa flor. La serpiente es un símbolo universal de la sabiduría arcana. Por eso al iniciado se le llamaba «serpiente» en los misterios egipcios. En la Escuela Cristiana se le denomina «Hijo del Hombre» y, cuando los Misterios que ella enseña hayan florecido completamente, habremos entrado en el Signo de Acuario o Edad del Hijo del Hombre.
En el exaltado estado de conciencia alcanzado durante el ceremonial de la Cena, los discípulos pudieron ver los «registros cósmicos» y contemplar allí los acontecimientos que tendrían lugar en los años que les quedaban de vida. Entonces tuvieron la posibilidad de aceptar o rechazar libremente esos acontecimientos. El hecho de que escogieran aceptarlos, difíciles como eran de soportar, evidencia el elevado estado que habían logrado, ya que, en todos los casos, lo previsto conducía a persecuciones diversas y, frecuentemente, al martirio. Pero habían renunciado al yo personal; salieron como almas crísticas, tan fortificadas, que no importaba lo que le pudiera suceder al cuerpo físico; el alma seguía adelante, segura y serena, hacia el triunfo cierto.
EL RITO DE LA AGONÍA EN EL JARDÍN
Desde la Sala Superior, el Maestro se encaminó, directamente, a Getsemaní. La agonía que allí experimentó marca otra etapa en Su Camino ascendente, tal y como ocurre en la vida de cada aspirante, cuando vive idéntica experiencia, en su viaje a lo largo del Sendero que conduce a la Iluminación.
La Agonía de Getsemaní puede denominarse también el Rito de la Transmutación. Tras la elevación de conciencia adquirida en la Sala Superior y la adquisición de poder que lleva consigo, la siguiente etapa ascendente en el Sendero requiere que esa luz adicional y esa fuerza, se apliquen a la transmutación del mal y de las tinieblas existentes, tanto en nuestro interior como en el mundo, en bien y en luz. En el caso de Cristo Jesús, la agonía que experimentó fue el resultado de abrir Su puro y perfecto cuerpo al influjo de las corrientes del mal, de todas las categorías, que atrajo, procedentes del mundo exterior. Y recibió esas fuerzas en Su interior con el fin de elaborarlas alquímicamente e irradiarlas de nuevo al mundo transmutadas en fuerzas de rectitud. Tal es siempre el trabajo de los redentores de los hombres, sean de la naturaleza del Salvador del Mundo o sean de categoría inferior, pero que dedican sus vidas al amante y desinteresado servicio de los demás.
El Maestro había confiado en que sus tres discípulos más avanzados, Pedro, Santiago y Juan Le asistiesen en Su Rito de la Transmutación. Pero, dado que no eran aún lo suficientemente puros e inegoístas, «se durmieron», o sea, que permanecieron interiormente ajenos al trabajo que se estaba llevando a cabo en el Jardín del Dolor.
Getsemaní estaba en el Monte de los Olivos porque, como se ha dicho ya, era el lugar, de toda la Tierra, cargado de más elevada espiritualidad. Era el punto más indicado para que la agonía redentora pudiera ser soportada y consumada. El hecho de que la Tierra posea áreas en donde las fuerzas espirituales estén más fuertemente enfocadas y resulten más elevadamente cargadas, se corresponde con el de que el cuerpo humano posea centros localizados de percepción, tanto espirituales como físicos.
Lo que Cristo realizó en el divinamente influenciado Jardín de Getsemaní, bajo los aleteos de ángeles y arcángeles, posee una inmensa importancia para toda la Humanidad: Marca el momento en que la evolución planetaria, en su conjunto, recibió un nuevo y poderoso impulso, destinado a conducirla a otra etapa en su siempre ascendente marcha.
Pedro experimentó este Rito de la Agonía tras su triple negación, cuando, lleno de contrición, regresó al Jardín y enfrentó allí su propio Getsemaní. Allí, en aquel lugar altamente cargado y en comunión con huestes invisibles, Pedro, mediante el arrepentimiento y la purificación de su corazón, elevó su conciencia tan alto que ello le permitió estar luego preparado y recibir ayuda para la elevada Iniciación que le esperaba en el intervalo entre la Resurrección y la Ascensión.
Juan, el amado, y María, la santa Virgen, hicieron frecuentes peregrinajes al Monte de los Olivos, vibrante de poder espiritual, cuando el Maestro ya no caminaba a su lado en cuerpo físico. Allí, las puertas del cielo se abrían y los ángeles y arcángeles bajaban a comunicarse con los hombres. Las leyendas místicas de la iglesia primitiva contienen muchas referencias a las reuniones celebradas por María, con los discípulos, en el Jardín de los Olivos, reuniones relacionadas siempre con algún aspecto del trabajo de Transmutación.
El olivo posee raras propiedades ocultas y es uno de los árboles frutales más altamente sensibilizados. Crece sólo en áreas especialmente favorecidas. Se encuentra entre los pioneros del reino vegetal y, a lo largo de las edades, se le ha asociado con la curación y la regeneración, cualidades éstas inseparablemente unidas al proceso de transmutación. Por eso hay otras leyendas que aseguran que, tanto la cruz como la corona de espinas, símbolos de la consecución que sigue al proceso de Transmutación, estaban hechas de madera de olivo.
* * *
Los cuatro Evangelios son fórmulas de iniciación. Mateo, Marcos y Lucas los empiezan con la Navidad o Sagrado Nacimiento, porque son formulaciones de los Misterios Menores. El Evangelio de San Juan comienza con el Rito del matrimonio Místico, porque es una formulación de los Misterios Mayores o Cristianos, y el más profundo Tratado de Inicación jamás dado a los hombres. Rudolf Steiner, el eminente ocultista, dice que este Evangelio no debería ser considerado simplemente como un libro de texto, válida como es esta apreciación, sino como una fuerza espiritual. A los estudiantes esotéricos de las Escuelas de Misterios occidentales se les enseña a meditar diariamente sobre partes de este Evangelio.
Durante el equinoccio de primavera, la naturaleza toda se encuentra bajo el hechizo de la mística unión de los principios del Agua y el Fuego. El fruto de esa unión son: La belleza, la armonía y la perfección. En primavera, la naturaleza manifiesta esta belleza porque la unión se ha consumado por obra de las grandes Jerarquías Estelares. El hombre ha de encontrar también en este sagrado Rito la clave de los Grandes Misterios o Misterios Cristianos, pero ha de aprender a realizar ese Gran Trabajo él sólo. Cristo se refería a este Rito del Matrimonio Místico cuando dijo al Maestro Nicodemo, que ya estaba familiarizado con el trabajo de los Misterios Menores, que debía nacer del Agua y el Fuego antes de que pudiera entrar en el Reino de los Cielos, o sea, en los Misterios Cristianos o Mayores.
Cada uno de los acontecimientos de la vida del Señor Cristo, dados en los Evangelios, representa una determinada etapa a lo largo del Sendero de Iniciación. El hermoso ceremonial del Viernes Santo expresa la consumación de la consecución cristiana. El mundo cristiano ortodoxo observa este día como un tiempo de vigilia dolorosa. El místico cristiano, en cambio, experimenta ese día una extraña alegría espiritual. Él ve la Crucifixión como un medio hacia un más grande final, y la Agonía del Calvario se pierde de vista ante la contemplación del supremo gozo que la sigue. Comprende que la crucifixión del cuerpo ha de preceder siempre a la liberación del espíritu. Un Maestro dijo una vez a sus discípulos: «Sólo en momentos de intensa angustia encontrarás tus armas, y a tus hermanos en la Gran Causa».
El músico iniciado Ricardo Wagner, que comprendió muchos aspectos del esoterismo cristiano, tuvo grandes vislumbres del profundo significado de este maravilloso día en su sublime drama Parsifal. Esta obra trascendental debe ser considerada como un tratado sobre la magia del Viernes Santo. Mucha de la hermosura y mucho del misterio de ese día, los incorporó a los pasajes musicales del hechizo del Viernes Santo que compuso para el último acto de su sublime drama musical.
Cada aspirante que pretende hollar el Sendero es un Parsifal en determinado estadio de su evolución. También él, como Parsifal, conocerá el camino de la cruz y, si es paciente y persistente en hacer el bien, también como Parsifal, conocerá las sobrenaturales revelaciones anímicas que constituyen la magia espiritual del Viernes Santo.
La escena del regreso de Parsifal, una brillante mañana de primavera, constituye una de las bellezas de la naturaleza. Es Viernes Santo y una bendición de paz impregna todo el paisaje.
Existe una extraña contradicción entre el éxtasis de la naturaleza en primavera, y el ceremonial de cuaresma observado en esa estación por la iglesia ortodoxa. Los lugares de culto se cubren sombríamente de negro o morado, mientras los penitentes hincan la rodilla, llenos de lágrimas de contrición, meditando sobre la Pasión de Cristo. La naturaleza, por el contrario, viste sus mejores galas y, por todas partes, se escuchan cantos de alegría y regocijo. Parsifal describe lo primero como «el día de la más oscura agonía divina», y lo segundo, diciendo: «¡Qué hermosos están los prados esta mañana!. ¡Expresan el infinito amor de Dios!».
Cuando el hombre cayó, esto es, cuando perdió su perfecto ajuste con su conciencia espiritual, perdió también el equilibrio entre los dos polos de su espíritu interno, el masculino y el femenino, o sea, el equilibrio entre el corazón y la cabeza. Esa falta de equilibrio trajo consigo dolor, pobreza, enfermedad y muerte al mundo. La cruz en la que Cristo permitió ser crucificado es el gran símbolo cósmico de esa gran pérdida de igualdad entre las dos polaridades de la naturaleza, humanamente representadas por el hombre y la mujer. La cruz se encuentra en todos los países, y ha sido utilizada por todos los pueblos, porque toda la Humanidad experimentó esa falta de equilibrio durante los primeros días de su viaje evolutivo.
Pendiendo de la cruz, lo cual, de acuerdo con la tradición esotérica cristiana, fue, a la vez, literal y simbólico, un hecho histórico y una dramatización espiritual, Cristo abrió el camino para la Iniciación, mediante la que toda la Humanidad puede recuperar su plenitud interior y, mediante esa plenitud o integración, redescubrir el estado edénico, de inagotable bienestar y vida inmortal.
La naturaleza ya manifiesta el «ilimitado amor de Dios» como polaridad. Cada año, al cruzar el sol, en el equinoccio vernal, del sur al norte (crucifixión), las latitudes septentrionales inauguran su estación de la resurrección, y la naturaleza toda muestra el gozo y hermosura de una unión alquímica perfecta, de fuerzas vitales. Parsifal se refiere a éste, el Gran Misterio de Pascua, cuando bautiza a la arrepentida Kundry con las palabras: «Regocíjate con toda la naturaleza armoniosamente redimida».
Kundry es el divino femenino, que cayó a causa de la inestabilidad emocional, tal como se representa en el madero horizontal de la cruz. Luego, acompañada por el triunfante Parsifal, penetra en el Templo, entre el alegre repiqueteo de las campanas. Juntos, pasan a través de las dos columnas, que han sustituído a la cruz, y que simbolizan la Iniciación a través de la polaridad. Esas dos columnas reemplazarán a la cruz, como símbolo universal de la religión, en la Edad Acuaria, que ahora amanece.
Parsifal dice de la naturaleza, bajo el hechizo del Viernes Santo:
En verdad, encontré flores maravillosas
que pretendían enroscar sus zarzillos en torno a mi cuello;
y, nunca antes parecieron tan frescas
la hierba, la fronda ni las flores;
ni pareció tan dulce su fragancia
ni me habló tan atractivamente.
Esa es la magia del Viernes Santo, mi señor – dice Gurnemanz.
¿Cómo puede ser eso así? – pregunta Parsifal – En vez de alegría y flores, la naturaleza debería mostrar llanto y sentir dolor este día de agonía.
Gurnemanz le explica que la gran gloria de la Marea de Pascua se debe a las lágrimas de los pecadores, que lloran de contrición, cayendo sobre la Tierra como rocío sagrado, para convertirse en flores.
– Por eso florece. Todos los seres vivientes se regocijan, escuchan la voz del Salvador, y lo adoran.
– Los bosques y campos – continúa – no pueden mirar a Cristo en la cruz, pero pueden mirar al hombre redimido. En el desarrollo de las flores puede encontrarse la contraparte, en la naturaleza, del proceso de transmutación que tiene lugar en la vida de cada individuo.
Gurnemanz continúa exponiendo el misterio íntimo de esta sagrada estación:
Cada hoja de hierba, cada ramita y cada florecilla,
sabe que este día no puede acaecer ningún daño,
sino que, así como Dios, lleno de mercedes,
recordó al hombre y por él murió,
el hombre, este día, será menos osado
y marchará con cuidado.
Agradecidas se animan todas las cosas
que viven un momento y desaparecen
y, absueltas de todo, esperan
y bendicen este Día de Inocencia.
En el exquisito encanto anímico que Wagner tejió con su música de Viernes Santo, fundió toda la tristeza y el dolor del religioso exotérico, con el éxtasis manifestado por la naturaleza en primavera. Es música que tipifica la culminación del gran proceso de transmutación, mediante el cual, la personalidad (Kundry) se eleva hasta la identificación con el espíritu (Parsifal). Es la fusión alquímica que eleva al aspirante hasta el Tercer Grado o Grado del Maestro, descrito en la ópera mediante la coronación de Parsifal. Esa coronación se acompaña por la música más etérea de la Tierra, que combina los motivos eucarísticos y los del Grial.
El descenso de la Paloma el Viernes Santo, para rellenar y bendecir el Grial, con el fin de nutrir y sostener a los caballeros durante otro año, se refiere a los acontecimientos que pertenecen al Grado de Maestro, y que tienen lugar ese día en los Templos de Misterios de los planos internos. Según la antigua leyenda, es este día santísimo aquél en que la naturaleza exterioriza el maravilloso atributo de sus flores. También el reino animal responde al acelerado ritmo vital del Planeta, acercándose más unos a otros y al hombre. Todo en la naturaleza, pues, contribuye a la santificación del Viernes Santo. El místico sabe que se trata de uno de los días más santos del año, puesto que entonces las puertas del Templo se abren, de par en par, para recibir a los «calificados y dignos» de pasar a través del portal de la gloria.
Todo esto lo incorporó Wagner a su música del Viernes Santo que, como la alquimia de la naturaleza, revela vida donde sólo parece haber muerte. Esta música, extraída de la fuente de los Misterios, nos muestra al hombre elevado a lo divino, a ese mundo más allá de nuestro mundo, y que es la única realidad. Incluso, sobre el no iluminado, derrama ese «otro mundo» su magia, con indescriptible amor.
Con la coronación de Parsifal se cierra el ciclo de la Iluminación. La música se diluye en la obsesionante belleza del motivo del Grial, haciéndose cada vez más etérea, mientras los ángeles le abren paso con sus alas, a través de neblinas doradas, y se pierden para la vista y los oídos humanos. El hombre terminará por comprender que, al margen de este Templo Musical del Parsifal, puede construir un dorado puente de sonido, a cuyo través comunicarse con las huestes angélicas y arcangélicas.
Ricardo Wagner, el músico profeta de la Nueva Era, ha expuesto a la luz, con su Parsifal, un antiguo Misterio Cristiano que, a la vez, oculta y revela muchas cosas sobre lo esotérico profundo y lo elevadamente espiritual, que componen la magia del Viernes Santo.
* * *
EL VIERNES SANTO Y LA VÍA DOLOROSA
Durante el Viernes Santo, las sucesivas etapas del Sendero del Discipulado se desarrollaron simbólicamente en los acontecimientos que tuvieron lugar a lo largo de la Vía Dolorosa o «Camino del Dolor». «Aquél que no tome su cruz y me siga – dijo el Maestro – no es digno de Mí».
La Pasión de Nuestro Señor el Viernes Santo alcanzó el corazón de los Misterios. Las catorce estaciones de la cruz representan ciertas etapas que pertenecen al desarrollo espiritual, relacionándose, además, cada una de ellas, con un determinado centro del cuerpo. El trecho de este Sendero, que cada discípulo holló, estuvo determinado por el status de su propia alma. Tan sólo la divina María, María Magdalena y Juan estuvieron lo suficientemente avanzados para recorrer el Sendero hasta el final. Por eso ellos tres, y sólo ellos, se ven representados junto a la cruz de la que pendía el cuerpo atravesado de Cristo. El número tres significa también que cada uno de ellos había pasado el Grado Tercero o del Maestro.
En los tres juicios, de Anás, de Caifás y de Pilatos, en la flagelación, en la coronación de espinas, en las tres veces que Cristo cayó bajo el peso de la cruz, y en los tres encuentros con las santas mujeres durante la ascensión del Calvario, el candidato a la Iniciación en los Misterios Cristianos descubre experiencias que se corresponden con su propia ascensión al Monte de la Iluminación, desde que tomó su cruz y siguió a Cristo.
Los distintos acontecimientos que menciona el Evangelio y que tuvieron lugar, durante la Semana de Pasión, en las vidas de los hombres y mujeres que componían el grupo más íntimo del Maestro, entre Sus seguidores, llevan todos una referencia velada a cierta fase de su propio desarrollo, en conexión con uno o más de los tres Grados pertenecientes a la Escuela Cristiana de Misterios. Cada estación de la cruz se convierte, pues, en una piedra miliar en el Sendero del aspirante cristiano, cuando marcha a lo largo de la Vías Dolorosa, y que es lo que los Padres de la misión de California llamaban «El camino del Rey» (en español en el original). A su término, los dolores del Camino se transforman en el gozoso éxtasis de la Resurrección.
Los principales obstáculos del Sendero están representados por el juicio ante Anás o mente mortal; luego, por el juicio ante Caifás o ambición mundana; y, por fin, por el juicio ante Pilatos o debilidad y vacilación de la mente, cuando es requerida para tomar postura a favor de la verdad, con riesgo de dañar la posición o el prestigio personal a los ojos de asociados o benefactores no iluminados.
La flagelación representa los trastornos y, a veces, el dolor que acompañan al nacimiento o despertar de los sucesivos centros superiores del cuerpo, situados a lo largo de la espina dorsal, a medida que el fuego serpentino realiza su ascenso, desde el sacro hasta los del cráneo. La coronación de espinas tiene un significado análogo, y se refiere, específicamente, a la revivificación de determinadas áreas de la cabeza. Por tener una significación similar, estos dos acontecimientos se citan, generalmente, unidos.
Con el ascenso del fuego espinal espiritual hasta la cabeza, se sensibilizan progresivamente los nervios craneales. Estos nervios rodean la cabeza como una corona y, en el Grado de Maestro, irradian un verdadero halo luminoso.
Tres veces cayó el lastimado Señor bajo el peso de la cruz. Lo que con ello llevó a cabo físicamente representa las correspondientes caídas morales en las que la frágil Humanidad sucumbe, una y otra vez, mientras holla el Sendero del Dolor hacia la Luz. Como Indicador del Camino a toda la Humanidad, no omitió, a lo largo de todos los incidentes de Su vida, ningún aspecto del mismo. El hombre cae bajo el peso que los velos de la materia han colocado sobre su espíritu; cae a causa de los deseos terrenos; y cae a causa del hechizo al que sucumbe su mente espiritual no iluminada. Tres veces, pues, cae a causa de los obstáculos que surgen de su cuerpo físico, de su cuerpo de deseos y de su cuerpo mental.
Mientras el Maestro subía al Calvario, se encontró tres veces con las santas mujeres. Éstas representan la actividad del Principio Femenino, del Amor-Sabiduría, que labora por la purificación de los cuerpos vital y de deseos, y la espiritualización de la mente.
Tras la tercera caída, Simón Cireneo tomó la cruz y la llevó el resto del Camino. Este hecho, traducido a términos de consecución espiritual, indica que sus votos de dedicación al discipulado tuvieron lugar allí y entonces y, con ello, tomó su cruz personal y siguió a Cristo al lugar de la Liberación. Simón, que ya había sobrepasado el Rito de la Purificación, estaba preparado para asumir el trabajo conducente al Segundo Grado, de la Iluminación.
Según la leyenda mística, el Maestro encontró a la Verónica, la cual limpió Su rostro con su pañuelo, mientras Él ascendía al Calvario. Habiéndolo hecho, observó con embelesado asombro, que Sus facciones se habían impreso en el pañuelo. Este hecho se refiere a la experiencia de una de las mujeres discípulos, que había logrado imprimir los centros de su cuerpo de deseos sobre los de su cuerpo etérico, con lo cual, se convirtió en clarividente y capaz de leer los Registros Cósmicos. Esta es la marca del Segundo Grado.
Según los Evangelios, Prócula, esposa de Pilatos, había tenido «un sueño relativo a este hombre justo y bueno». Esto es otra manera de decir que ella era capaz de funcionar conscientemente en los planos internos, de noche, cuando se encontraba fuera del cuerpo, y que había leído en el Registro Akásico, la verdad acerca de la misión de Cristo como salvador de la Humanidad. Su experiencia es también una evidencia de la consecución del Segundo Grado.
Las Estaciones de la Cruz indican los lugares en los que Cristo Jesús se detuvo, mientras transportaba Su carga, a lo largo de la Vía Sacra, hacia el Calvario o Monte de la Liberación. Originariamente, estas Estaciones eran sólo siete, y se conocían como «las siete caídas». Durante la ocupación de Tierra Santa por los turcos, el emplazamiento de estas Estaciones en la Sagrada Vía sufrió algunos cambios y, con ello, se perdió gran parte del significado esotérico que llevaban consigo.
El más profundo significado de estas Estaciones no se originó con el cristianismo. Están relacionadas con la naturaleza del hombre y el proceso que implica el desarrollo de su naturaleza divina. Sus significados son, por tanto, comunes, tanto a los Misterios antiguos, como a los Misterios Cristianos. En los Misterios de Eleusis, por ejemplo, existía una Vía Sagrada que conducía, desde la ciudad de Atenas, cuesta arriba, hasta cerca de Eleusis. Estas estaciones o «capillitas», como se las llamaba, representaban determinados estados de desarrollo, y a ningún discípulo se le permitía ir más allá, por ese Camino, de lo que autorizaba su propio nivel de consecución. Dentro de cada capillita, el discípulo recibía instrucciones que le ayudaban a llegar hasta la próxima Estación. En la Alta Edad Media, los devotos cristianos iniciaron la práctica de reproducir en sus iglesias las Estaciones de la Cruz, mediante escenas de la Pasión, pintadas o esculpidas. Fue también frecuente la colocación de relicarios o capillitas, representativas de las distintas Estaciones, a lo largo del camino que conducía a la iglesia. Al principio de hacer esto, existía un conocimiento de la importancia mística de esas Estaciones pero, gradualmente, se fue perdiendo, excepto para unos pocos, a medida que el pensamiento materialista fue invadiendo el terreno de la verdadera comprensión esotérica. Hoy sirven, en el mejor de los casos, poco más que como pequeños objetos de veneración, que estimulan al devoto a rezar, pero también dan lugar, en muchos casos, a creencias y prácticas supersticiosas.
Las Estaciones que, al principio, fueron siete, se duplicaron más tarde. Esotéricamente representan el Camino del desarrollo, mediante el despertar de los siete centros energéticos, en su doble aspecto, positivo y negativo, que florecen en el interior o sobre la cruz que representa el cuerpo humano. Las experiencias de la vida de Cristo, que marcan las catorce Estaciones, son las siguientes:
I Cristo Jesús es condenado a muerte.
II Carga con Su cruz.
III Cae por primera vez.
IV Encuentra a Su madre.
V Simón Cireneo le ayuda a llevar la cruz.
VI Verónica enjuga Su rostro.
VII Cae por segunda vez.
VIII Las hijas de Jerusalén lloran por Él.
IX Cae por tercera vez.
X Es despojado de Sus vestiduras.
XI Es clavado en la cruz.
XII Muere en la cruz.
XIII Es bajado de la cruz.
XIV Es colocado en el sepulcro.
En toda la literatura esotérica, los siete centros (chacras) se describen así:
El número uno está situado en la base de la espina dorsal. Ahí duerme el kundalini o fuego espinal espiritual. Rojo oscuro en estado latente, este fuego, cuando es despertado, se transforma en rojo rubí claro.
El número dos está situado en el plexo solar. Su color rojo naranja se modifica durante el proceso de transmutación, mediante un ligero tinte verde vernal claro.
El número tres se relaciona con el bazo el cual, como un sol en miniatura, irradia luz dorada. Al principio de su desarrollo, posee un tono verde dorado que luego se convierte en dorado puro.
El número cuatro, el centro cardíaco o cordial, emite resplandor amarillo que, en posteriores estadios de transmutación, pasa a estar teñido de azul etéreo.
El número cinco está colocado en el cuello, exactamente sobre la laringe. Su color es azul y, a su través, cuando se ha desarrollado completamente, titilan chispas plateadas.
El número seis se encuentra cerca del centro de la cabeza, hacia la coronilla. Cuando ha entrado completamente en actividad, emite caleidoscópicos dibujos de belleza indescriptible. Sus colores primarios son el rosa, el amarillo, el azul y el púrpura.
El número siete está en la parte más elevada de la cabeza. Totalmente despierto, forma una corona o halo que irradia una refulgente luz blanca.
La puesta en actividad o despertar de los dos centros inferiores corresponde al Primer Grado o de la Purificación; así como la del bazo y el corazón, corresponden al Segundo o de la Iluminación. El centro del cuello es la puerta que comunica la personalidad con el espíritu y alcanza su pleno desarrollo sólo cuando aquélla se ha espiritualizado o, en otras palabras, cuando está dispuesta a obedecer siempre las órdenes del espíritu. Los dos centros de la cabeza corresponden al Tercer Grado o Grado del Maestro.
Según la esotérica comprensión de la iglesia primitiva, los discípulos que caminaban por el Sendero del Calvario no encontraron al Maestro durante el Camino, sino que Lo siguieron. Esta es la interpretación correcta, ya que Cristo fue el Supremo Indicador del Camino para toda la Humanidad. Las Estaciones indican las Etapas más importantes, conducentes a la Iniciación.
Primera estación: CRISTO JESÚS ES CONDENADO A MUERTE
Mediante la experiencia transformadora de la Iniciación, el hombre muere para el mundo exterior y nace a la vida interior del espíritu. La Primera Estación representa la suprema dedicación. Uno es el principio de todas las cosas. Así como Una es la gran Llama Blanca que contiene los siete colores, en potencia o en suspenso, del mismo modo, la dedicación preiniciatoria se convierte en la semilla de la que brotarán, en debida forma, todas las fuerzas espirituales latentes en la conciencia del discípulo.
Segunda estación: CRISTO JESÚS CARGA CON SU CRUZ
Tras la suprema dedicación, la cruz se convierte en objeto familiar para el aspirante. Le hace frente en todas las experiencias de su existencia diaria y deja su huella, tanto sobre su vida externa como sobre su vida interior. Es en esta Estación cuando el Sendero se hace tan pesado, que muchos se vuelven atrás, hacia el mundo, y dejan de caminar con Cristo.
Así como el Uno pertenece a la esfera de lo infinito, el dos pertenece a la de lo finito. Dos representa el descenso del espíritu a la materia. La Segunda Estación tipifica la encrucijada de la decisión, la vacilante situación desde la que el discípulo, o se vuelve atrás hacia los viejos senderos, o se encamina hacia adelante en busca de una mayor identificación con el espíritu.
Tercera estación: CRISTO CAE POR PRIMERA VEZ
El considerar las Estaciones en relación, tan sólo, con su significado histórico, como incidentes en la vida de un único hombre, es perder la perspectiva de su verdadero significado para toda la Humanidad. Si Cristo es el Supremo Iniciador, Su Camino ha de tener, claramente, significado para todos. Esotéricamente, cada caída a lo largo de la Vía Dolorosa, es el símbolo de una experiencia en la vida del discípulo, como consecuencia de la cual, puede caer o fallar. Es, pues, importante, conocer la naturaleza de esas pruebas, a fin de poderse enfrentar a ellas con conocimiento de causa.
El Uno, sumado al Dos, produce el Tres. Los sabios antiguos definían la aparición de la Triplicidad como «el mundo de la Emanación». Es mediante las fuerzas del Tres como el espíritu desciende a habitar en la carne. El ritmo manifestado por el Tres depende de la armonía existente entre el Uno y el Dos, y en ello está la clave de la futura evolución del hombre. La Primera Caída representa el actual estado de evolución del hombre, en el que se halla profundamente envuelto por el mundo de la materia.
Cuarta estación: CRISTO JESÚS ENCUENTRA A SU MADRE
Pitágoras llamó «sagrado» al número Cuatro, porque significa el alma. De ahí el inspirado cántico: «El Cuatro del Uno y el Siete del Cuatro».
La Kábala establece que la primera celebración es la de la Gran Madre. La Madre representa el Divino Femenino o facultad creadora de imágenes, y el principio amoroso del espíritu del hombre. Como es a la realización del Divino Femenino y al consecuente desarrollo de los poderes espirituales, a lo que el discípulo aspira, en las primeras etapas de su búsqueda, encuentra a la Madre, el «perfecto modelo de realización».
Quinta estación: SIMÓN CIRENEO AYUDA A CRISTO JESÚS
A LLEVAR LA CRUZ
En los primeros estadios del proceso iniciático, el trabajo a desarrollar se refiere, alternativamente, a los polos masculino y femenino del espíritu. En el Libro del Misterio desvelado se afirma que el Padre y la Madre contienen todas las cosas y que todas las cosas los contienen a ellos y que, cuando los pecados se multiplican en el mundo y el santuario queda polucionado, el macho y la hembra se separan. Esta separación representa el actual imperfecto y desequilibrado estado del desarrollo humano. Por ello, el primer trabajo del Sendero de Iniciación consiste en restaurar el equilibrio perdido.
Cinco, por tanto, es el número del cambio o la transición. Es el número del bien en formación. Se le ha llamado el «número dual» porque representa a las naturalezas superior e inferior en su lucha por la supremacía. Aquí el Sendero se estrecha y la cruz se agranda.
Sexta estación: VERÓNICA ENJUGA EL ROSTRO
DE CRISTO JESÚS
El Cantar de los Cantares de Salomón es una exaltación del Divino Femenino. En ninguna otra obra escrita aparece más vívidamente descrito el éxtasis puro del alma de Uno Iluminado: «Mi amada es mía y yo soy suyo». Este inspirado canto, pues, describe la unión de los dos polos, masculino y femenino, del espíritu.
En el Cinco tiene lugar la lucha entre lo humano y lo divino. En el Seis, las fuerzas de la construcción creativa trabajan para el establecimiento de una armoniosa interrelación. Seis es amor humano dedicado a Venus. Mediante el sufrimiento engendrado por el amor humano, el alma resucita o renace. El número Seis anuncia preparación mediante purificación. Bajo sus poderes, nace la iluminada visión de la clarividencia.
Séptima estación: CRISTO JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ
El ascenso a la Sexta Estación llega sólo mediante la Purificación. En la Séptima, el futuro progreso depende de la fortaleza de voluntad y la firmeza del propósito.
Siete es el lugar del sábado o descanso, no del cese de actividad. Es donde el discípulo se eleva, de un orden inferior a otro superior, y prosigue hacia la victoria espiritual y el adeptado. En este punto se sintetizan las experiencias de la vida y sus esencias se convierten en poderes útiles del alma. Desde este punto, el progreso futuro, aunque difícil, es continuo e ininterrumpido.
Octava estación: LAS HIJAS DE JERUSALÉN LLORAN POR
CRISTO JESÚS
La separación entre los principios masculino y femenino es la causa de todo el dolor, la tristeza y la muerte existentes en el mundo. Esa separación llevó consigo la sumisión del femenino y es por eso por lo que lloraban las hijas de Jerusalén. El Maestro Supremo y Sus obras mostraron los perfectos poderes de los dos polos en equilibrio. La cruz que transportó y el Sendero que siguió hasta el Calvario simbolizan el medio para la restauración de toda la Humanidad. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» es un cántico de un profundo significado místico. El lamento de las hijas de Jerusalén (el despertar del alma) surge del hecho de que el hombre no se ha aproximado más a ese ideal crístico.
Ocho es el número «libre» o de la resurrección, y ostenta los elevados poderes del dorado rayo de Cristo.
Novena estación: CRISTO JESÚS CAE POR TERCERA VEZ
La Tercera Caída está relacionada con los poderes de la mente no iluminada. San Pablo se refiere a ellos como «poderes de las tinieblas». Si la cualidad anímica femenina no hubiera sido sometida por las fuerzas puramente mentales, la mente del hombre no iluminado no hubiera jamás adquirido los desproporcionados poderes que hoy posee. La mente es el Sendero y su «cristización» es el trabajo más importante de toda la evolución humana.
El número Nueve representa la escala evolutiva que va del hombre a Dios; por eso ha sido denominado el número del hombre y el número de la Iniciación o de la «cristización» del hombre.
Desde la hora sexta hasta la hora nona, la tierra se oscureció, mientras el Maestro, unido a Su cruz, se convertía en el Supremo Indicador del Camino para toda la Humanidad, demostrando un perfecto equilibrio espiritual. El Nueve supone el comienzo de esa unión de poderes, y la mente, como se ha dicho, es el camino del logro. «Que Cristo se forme en ti», es el primer mandamiento cristiano.
Décima estación: CRISTO JESÚS ES DESPOJADO DE SUS
VESTIDURAS
La Décima Estación destaca el principio de la Gran Renunciación, simbolizada por la separación del Maestro de Su inigualable vestidura. Esa hermosa prenda representa la conciencia activa de Dios, esotéricamente comparable a la esencia extraída de todas las buenas obras de nuestras vidas terrenas, y que es perceptible por la vista interna como el «cuerpo del alma» o el «dorado vestido de bodas», un halo luminoso que rodea todo el cuerpo y se extiende ampliamente a su alrededor como una centelleante gloria, tal y como se ha podido comprobar en varios santos ilustres durante sus vidas terrenas. Cristo renunció a esa gloriosa vestidura del alma para que sus poderosas emanaciones impregnasen la cubierta etérica de la Tierra. El hombre continúa aún recibiendo curación física e inspiración espiritual provenientes de aquella fuerza originaria de Cristo, pues Su sacrificio no afectó solamente a su cuerpo, sino también a su alma. Fue un derramamiento de luz y de amor, del cual la Tierra y su Humanidad se beneficiarán hasta el fin de los tiempos.
El número Diez significa la verdadera sustancia del ser. Todos los números conducen a él. Los que le siguen son meras combinaciones de los que le preceden. El Diez está formado por las potencias masculina (1) y femenina (0), y representa al hombre y a la mujer trabajando de acuerdo con las leyes de la generación. La sublime pureza del alma, simbolizada por la vestidura inigualable y la renunciación mediante su entrega a seres menos avanzados, se hallan hermosísimamente representadas como la elevada consecución de la Décima Estación.
Undécima estación: CRISTO JESÚS ES CLAVADO A LA CRUZ
La Undécima Estación marca la total y completa renuncia a la vida personal en favor de la vida espiritual, lo mismo que la Décima marca su inicio.
El filósofo esotérico Franz Hartmann escribe: «La mujer representa la hermosura y la voluntad de la raza humana, mientras que la parte masculina de la Humanidad representa la razón y la fuerza; pero ninguno de los dos, ni el masculino ni el femenino, son perfectos. Sólo es perfecto el ser en el que lo masculino y lo femenino están unidos».
La cruz es el símbolo de la prevalente desunión entre los principios masculino y femenino en la Humanidad; y el espíritu interno o Cristo Interno está clavado en esa cruz de limitación hasta que se libera a sí mismo, mediante la Iniciación, por la que se obtiene el equilibrio perfecto.
De igual modo que la cruz (+) representa la falta de equilibrio entre lo masculino y lo femenino, el número Once (11) representa el equilibrio, la meta suprema de la raza humana. Por eso al Once se le denomina el Número del Maestro. Cuando las fuerzas del Once se hacen totalmente activas en el hombre, éste adquiere el poder de cambiar su entorno, de originar nuevas circunstancias, de crear un nuevo cuerpo y una nueva vida, todo ello en armonía con la divina imagen a cuya semejanza fue él mismo modelado en el principio.
La renuncia a todo lo que pertenece al plano físico proporciona la divina compensación de un campo de acción y unos poderes ilimitados en los mundos espirituales superiores. Cuando el alma se desliga de la materialidad, adquiere la correspondiente libertad en su propio y verdadero mundo.
Por eso los antiguos definían los poderes del Once diciendo: «En mi mano, todas las cosas permanecen en perfecto equilibrio. Yo uno todos los opuestos, cada uno con su complementario».
Duodécima estación: CRISTO JESÚS MUERE EN LA CRUZ
Mediante la Iniciación, el discípulo muere a lo finito, a lo personal, a lo material, para renacer de nuevo al milagro y la gloria de lo infinito, lo impersonal y lo espiritual. Lo mortal es transmutado en inmortal, lo terreno en celestial. Con las palabras «se ha consumado», el glorioso espíritu de Cristo quedó libre para funcionar en mundos de inmortalidad. Tal es también la consecución del discípulo cuando alcanza este lugar del Sendero. La muerte ha sido enfrentada y vencida. Nunca más el terrible espectro podrá alcanzarlo, ya que ha heredado la vida eterna.
El número Doce se puede aplicar a todos los conceptos relacionados con la extensión, la expansión y la elevación. Trasciende lo tridimensional. La conciencia a él relativa se enfoca a una dimensión superior.
El símbolo del Tarot para el número Doce es el Hombre Crucificado, o sea, el que ha renunciado a todo y, por ello, lo ha ganado todo. El fin último del peregrinaje del ego en la esfera terrestre es traer a la manifestación la fuerza de Cristo en él latente. El número Doce entona la nota-clave de esa consecución.
Decimotercera estación: CRISTO JESÚS ES BAJADO
DE LA CRUZ
La Decimotercera Estación es el Grado de la Gran Liberación. Cuando el cuerpo sagrado fue liberado de la cruz, fue puesto en brazos de Su bendita madre. En otras palabras, mediante el equilibrio, el ego se libera de la cruz de la materialidad y es elevado a la sublime exaltación de la unión con el Divino Femenino.
La Kábala dice que «cuando el macho se une a la hembra, ambos constituyen un cuerpo completo y todo el universo se halla en estado de felicidad, porque todas las cosas reciben bendiciones de ese cuerpo perfecto. Y eso es un Arcano». O sea, que esa es la suprema consecución en la evolución de la raza humana.
Mediante la emanación del poder del Doce, se aprenden lecciones a través del ritmo masculino del Uno y el ritmo femenino del Dos. El Doce, agrupado alrededor del Uno, forma una unidad que vibra hacia el Trece. En él yace el secreto de la paz, la abundancia y el poder, para toda la Humanidad. En la fórmula del Trece se encuentra la clave oculta de las palabras del Maestro: «Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estaré Yo en medio de ellos».
Gran parte del trabajo de Cristo y Sus discípulos está relacionado con la mística fórmula del Trece. La nueva dispensación se estableció bajo sus poderes. La Estación Decimotercera gobierna la transición de un estado inferior a otro superior. Sus fuerzas son, por tanto, especialmente activas en estos días en que la Era Acuaria está llegando a la manifestación. Como apuntando a este hecho, trece estrellas componen la urna celestial desde la cual la constelación de Acuario, el portador del agua celeste, está derramando las aguas de vida sobre la Tierra.
Decimocuarta estación: JESÚS ES COLOCADO
EN EL SEPULCRO
Cristo fue colocado en un «sepulcro nuevo» en el que no había sido sepultado antes ningún hombre. El principio masculino se debilita con la muerte o desequilibrio, para que pueda luego ser elevado de nuevo, en equilibrio con el femenino. El número Catorce representa las fuerzas combinadas del masculino Uno y el femenino Cuatro. Aquí el Cuatro es la puerta de entrada a los planos superiores. Ese fue el trabajo de Grado demostrado por el Supremo Maestro a lo largo de la Vía Sacra, y simbólicamente perpetuado en las Estaciones de la Cruz.
La colocación de Cristo Jesús en el «sepulcro nuevo» indica que Aquél que fue colocado en él, acababa de experimentar la Muerte Mística, que conduce a una nueva Iniciación o, mejor, a una Iniciación de un grado superior a la de cualquiera que la hubiera precedido. Pues la misión de Cristo en la Tierra fue la de fundar la nueva Escuela de Misterios Cristianos. Esa tumba, por tanto, no fue un lúgubre sepulcro de muerte, sino la puerta de acceso a una vida más abundante.
Las Catorce Estaciones o Grados, de estados de conciencia en expansión y ascensión progresiva, tienen su desarrollo paralelo en las estrellas interiores o centros florales que adornan el cuerpo del hombre iluminado. «Tras ello, miré y vi que en el cielo había una puerta abierta». Tal es la expresión bíblica para esta exaltada vivencia.
Entre los más próximos y queridos a Cristo, sólo unos pocos tuvieron la suficiente fortaleza para seguirle todo el camino. Entre los que lo intentaron, algunos se volvieron atrás por no tener la suficiente fortaleza para hacer la suprema renunciación de perder su vida por ganarla. Otros Le traicionaron en esa etapa porque no tuvieron la suficiente fuerza de carácter y la convicción que les hubieran hecho capaces de permanecer firmes ante un fin aparentemente ignominioso para su Maestro, y las pullas y mofas de la crucifixión se amontonaron ante ellos. La prueba que aquí enfrenta el candidato a la siguiente etapa del Sendero, hay muy pocos que estén preparados para sobrellevarla con éxito.
En palabras del místico rosacruz Max Heindel: «Esta etapa es para aquéllos que cierran sus ojos a todas las cosas de la Tierra, aquéllos que ya no se preocupan de las alabanzas o las censuras de los hombres, sino que miran a su Padre en los cielos. Aquéllos que están dispuestos a mantener la Verdad y sólo la Verdad. Aquéllos que ven con el corazón y ven en los corazones de los hombres, que pueden discernir en ellos al Cristo Interno, al Hijo del Dios viviente».
* * *
MEDITACIÓN PARA EL VIERNES SANTO
Cuando el aspirante medite sobre el Misterio del Viernes Santo y del Amanecer de Pascua, que lo haga, a la luz de estas verdades. Mediante la reverente y profunda meditación sobre las elevadas consecuencias de estas Tres Horas, se acrecentará su conocimiento del trabajo en los planos internos, lo cual desarrollará sus poderes anímicos. Luego, mirando hacia el futuro lejano, hacia las edades por venir, se harán realidad las palabras de San Pablo: «Ahora somos hijos de Dios y aún no parecemos lo que seremos».
Que Cristo pudiera convertirse en el Espíritu Planetario fue el secreto del Misterio del Gólgota. Los acontecimientos de Navidad marcan Su entrada divina anual, mientras que los acontecimientos de Pascua, marcan Su divina consumación.
* * *
El acontecimiento culminante del Sábado Santo tuvo lugar a medianoche, con la observancia del profundo Rito del Bautismo. Estaba relacionado con el Grado Segundo o Rito de la Iluminación. Los que aspiraban a pasar al santuario interior de este Grado, iniciaron una rigurosa preparación, al cuidado de Maestros, al principio de la Cuaresma, y se les conocía como «los que van a ser iluminados». Determinado número de hombres y mujeres santos, destacadamente mencionados en los Evangelios, pasaron este Grado el Sábado por la noche y pudieron saludar al sol de aquel importantísimo amanecer de Pascua, como hermanos recién nacidos, del Cristo Resucitado. Entre ellos estaban las mujeres a las que Cristo se apareció aquel temprano amanecer.
El agua tiene una afinidad especial por la sustancia etérica; de ahí que, cuando el cuerpo etérico de un candidato a la Iniciación se haya sensibilizado suficientemente, mediante una vida santa y pura, la inmersión de su cuerpo físico en el agua, tienda a soltar la firme ligadura que mantiene unidos, normalmente, a los cuerpos físico y etérico. Cuando se ha llevado a cabo la separación entre ambos y se han despertado los centros del cuerpo vital o etérico, se abre la conciencia en los planos internos y el alma se enfrenta a experiencias trascendentales que dejan huella permanente durante el resto de la vida. El afrontar, indebidamente preparado, el Rito del Bautismo, supondría hallarse en una situación llena de peligro, puesto que el influjo del poder espiritual que acompaña al Bautismo, así como puede proporcionar la iluminación al debidamente preparado, acarrearía la destrucción de los vehículos indebidamente limpios y calificados.
Ciertos centros de los cuerpos invisibles del hombre son especialmente sensibles a la influencia espiritual que acompaña al Rito del Bautismo. Cuando el oficiante de esta ceremonia está suficientemente avanzado, dirigirá su mirada interior a esos centros y acondicionará el trabajo a las características del desarrollo del aspirante. La posesión por Juan el Bautista de esa facultad, fue lo que le reveló el exaltado status de Jesús y le hizo sentirse indigno de bautizar a un alma ya iluminada. Las palabras de la invocación empleada por los primeros cristianos en la ceremonia del Bautismo eran como una melodía para el ansioso y expectante devoto: «Abre tus ojos y oídos y penetra en el dulce sabor de la vida eterna».
Aunque la iglesia ha olvidado, hace mucho, las verdades internas asociadas a las ceremonias que continúa practicando, mucho de su simbolismo permanece perfectamente, como puede rápidamente comprobar quien se familiarice con los procesos implicados en la recepción de los diversos Grados que pertenecen a los Misterios Cristianos y conducen al Monte de la Iluminación. Lo ilustra lo que sigue: La Cuaresma culmina con el sol en Piscis, cuando los rayos de este signo de agua se derraman sobre la Tierra. Éste es el último acto de las jerarquías Zodiacales antes de producirse la liberación del fuego celeste, mediante el signo de Aries, que da lugar al nacimiento del nuevo año espiritual o Rito de la Resurreción en Pascua. Entonces tiene lugar una unión alquímica entre el Agua de Piscis y el Fuego de Aries, dando por resultado un incremento de la luz y el poder para la abundante vida. En el individuo, ello supone la mezcla, en el cuerpo de deseos, del fuego, elemento al que primariamente está unido, con el agua del cuerpo etérico, que es el elemento al que éste pertenece. Para conmemorar este hecho alquímico, que tiene lugar en la naturaleza durante la Pascua, la iglesia de hoy conserva un ritual el Sábado Santo, en el que se bendice el «nuevo fuego» mientras se le conduce, en elaborada procesión, y luego se le «mezcla» con el agua bendita que, desde entonces, se denomina, correctamente, «Agua Pascual». Ningún agua puede denominarse así, salvo la que mezcla, simbólicamente, el fuego bendito con el agua bendita.
Durante la procesión, el «elegido» que recibe las bendiciones del «nuevo fuego, canta triunfante: «Cristo es nuestra luz», y a él le responde el otro cantor: «Que Su luz ilumine nuestros corazones». En la iglesia primitiva, la pila bautismal tenía forma de tumba, para representar la muerte de lo viejo y el nacimiento de lo nuevo, que tenía lugar al celebrarse el Rito del Bautismo.
Así de rico y verdadero es el simbolismo que la iglesia moderna ha conservado en muchos de sus ritos, aunque muy pocos de los que los observan comprenden su significado espiritual interno. Verdaderamente, la luz que la Iniciación proporcionaba en estos Misterios se ha perdido en nuestro tiempo, no sólo para las multitudes, sino para la mayor parte de los que enseñan y dirigen. Hace mucho tiempo que los sacerdotes dejaron de reclutarse entre los Iniciados, con el resultado de que, aunque persistan las antiguas y verdaderas fórmulas, el espíritu que las informaba se perdió tiempo atrás.
El texto utilizado por los aspirantes en el Sábado Santo era El Cantar de los Cantares, de Salomón, ya que describe el proceso del Matrimonio Místico. La iglesia, posteriormente, añadió el capítulo trece del Evangelio de San Juan, para el estudio contemplativo de este día santo. Se empleaba durante la ceremonia del Lavatorio de Pies al recién bautizado. Refiriéndose al Evangelio de Juan, Rudolf Steiner, que se aproximó a él con la iluminación poseída por la iglesia primitiva, declaró, como ya se ha dicho, que «no es un libro, sino una fuerza espiritual que debe ser incorporada al alma».
En el Ritual del Sepulcro Vacío, Cristo, como indicador del camino a toda la Humanidad, enseñó a Sus seguidores el último y más difícil trabajo que ha de llevarse a cabo en el mundo físico. Este trabajo consiste en la transmutación de la materia en espíritu. Cuando el hombre lo haya aprendido, habrá adquirido el dominio de la enfermedad, la edad y la muerte. En la terminología esotérica, esta consecución se alcanza con la iniciación perteneciente a la Tierra, el más denso de los Cuatro Elementos. Es la última de las Cuatro Grandes Iniciaciones o Iniciaciones Mayores. Cuando la luz de esta sublime iluminación se haya esparcido, se erigirán altares a Cristo, tanto en nuestros laboratorios físicos, como en nuestras iglesias. Habrá sido reconocido el espíritu que subyace en y tras la materia.
Con la Iniciación de la Tierra llega la liberación de la Rueda de Nacimientos y Muertes. La necesidad de reencarnar ya no existe, porque ya se han aprendido todas las lecciones de la Tierra. El espíritu del hombre es, pues, libre para continuar su desarrollo en otras elevadas esferas, o permanecer con la Humanidad para ayudarla a alcanzar el nivel que él ha alcanzado. Tales seres son los graduados de la Humanidad, los Maestros de Sabiduría y nuestros Hermanos Mayores de Compasión.
Pedro también pasó el Ritual de la Muerte Mística aquel amanecer de Pascua, antes de recibir el Grado de Maestro. Junto con María y Juan, llegó a la tumba vacía y, según el Evangelio, entró solo, quedándose fuera los otros dos. Este incidente, traducido simbólicamente, destaca el hecho de que ambos habían experimentado ya la entrada en el «sepulcro» y la salida triunfante de él. En ese momento estaban ayudando a Pedro a pasar a la exaltación gloriosa de conciencia que ellos ya poseían.
Mediante el proceso de la Iniciación, la mortalidad se viste de inmortalidad. Ése es su único fin y ésa su única meta. Para la conciencia del iniciado, la vida y la muerte no son sino dos aspectos diferentes del progresivo desarrollo del espíritu. Sabiéndolo así, el ceremonial de los entierros, entre los primeros cristianos, era un rito glorioso. La vida era su tema. Se colocaban en el ataúd hojas de yedra y de laurel, y un texto completo de los Evangelios, sobre el corazón. Los que esperaban, eran portadores de ramas de olivo y de palmas, y la procesión hasta la tumba se caracterizaba, no por el duelo y las lamentaciones, sino por el sonido de alegres hosannas. De acuerdo con ese sentimiento, era el vestuario, no oscuro como la tumba, sino brillante como la luz que saluda al alma, tras su nacimiento en los planos espirituales. Las tumbas de los primeros cristianos tenían forma de cruz, como reconocimiento del hecho de que el cuerpo de mortalidad que se abandona es la cruz de la materia, de que el alma queda liberada con la muerte y es el cuerpo del que el espíritu se libera cuando alcanza la luz de la Iniciación.
Durante el intervalo entre la Crucifixión y la Resurrección (desde la tarde del viernes hasta la mañana del domingo), el espíritu de Cristo trabajó en el interior del Planeta Tierra, como se ha dicho antes. «Descendió a los infiernos». Tal es la frase del Credo, para significar Su entrada en la Región Astral Inferior o Región del Deseo» de nuestra Tierra, a la que fue a llevar Su Evangelio a las almas desencarnadas y aún en el plano de las tinieblas. Cristo, por tanto, vino a ayudar, no sólo a la Humanidad encarnada, sino también a sus miembros desencarnados. Su misión se extendió aún más, a la redención de los caídos Espíritus Luciferes, cuyo plano de actividad es el Mundo del Deseo, y hasta de los demás reinos de seres vivientes sobre la Tierra, que han experimentado retraso en su evolución, como consecuencia de la «caída del Hombre», su hermano mayor. Tal es el aspecto omniincluyente de Su trabajo redentor.
A primeras horas de la mañana de la primera Pascua, varias mujeres llegaron al sepulcro vacío, además de la bendita madre María y de María Magdalena. Eran: La hermana de la madre de la Virgen; la también María, madre de Judas (Tadeo) y Santiago (el Menor); Salomé y Juana, esposa del mayordomo de Herodes, Chuza. Todas las mujeres estaban allí, preparándose para entrar en la Muerte Mística y experimentar la iluminación que sigue al Rito de la Resurrección. Los dos ángeles que vieron en el sepulcro vacío representan el purificado cuerpo de deseos y el luminoso cuerpo etérico del candidato que está preparado. Que, incluso, más elevada consecución esperaba a estas mujeres, se deduce de las palabras que el Maestro les dirigió, ordenándoles: «Id a Galilea y allí me reuniré con vosotras». Según el Zohar, «la resurrección completa comenzará en Galilea. La resurrección de los cuerpos – continúa afirmando – será como el abrirse de las flores. No habrá ya necesidad de comer o beber, porque seremos alimentados por la gloria del Shekinah».
Los esenios, que tan reverentemente preservaron los conocimientos de los Misterios Pascuales, continuaron entonando oraciones e himnos de alabanza durante la noche del Sábado Santo y el Amanecer de Pascua, a lo largo de los años en que su grupo fue activo.
* * *
El Rito de la Resurrección es el Rito de la vida impersonal. Durante la experiencia de la Muerte Mística, el discípulo se conciencia de las ilusiones de la materia y de las limitaciones de la vida finita. La conciencia de la Resurrección produce la comprobación de la unidad de toda la vida en Dios. La piedra de separación ha sido removida. Por eso, quien ha pasado por esta sublime experiencia, sabe que ningún daño puede afectar a una `parte sin herir al todo, y que nada bueno puede suceder a uno sin que, al mismo tiempo, beneficie a todos.
Quien llega a conocer la gloria de la resurrección no puede ya herir o matar, ni siquiera a sus hermanos menores del reino animal, puesto que ellos también son expresión viviente de la misma vida que vive y se mueve y tiene su ser en el hombre. Con la conciencia de la resurrección, la pasión del cuerpo de deseos no regenerado se convierte en compasión del espíritu, que todo lo abarca. El recién nacido es bañado en la dorada refulgencia del Cristo Resucitado, y se hace uno con Él, en la comprobación de que la muerte se ha ido convirtiendo en la victoria de la vida eterna.
La meditación sobre la trascendental experiencia de la Resurrección proporciona una mayor comprensión y reverencia por el significado interno de aquel saludo que los cristianos esotéricos se dirigían, durante la radiación del amanecer de Pascua, a la luz de su propia iluminación interior: «Cristo es nuestra Luz».
Durante los años siguientes, la noche del Sábado Santo y la mañana del día de Pascua fueron tiempos de Iniciación para las almas avanzadas, cuyas vidas y obras se mencionan en los Evangelios. Y debe haber habido otros muchos, no mencionados, a tenor de las palabras del Evangelio de Juan: «Muchas otras cosas hizo Jesús en presencia de Sus discípulos, que no están escritas en este libro». Aún más tarde, San Gregorio escribió un hermoso himno describiendo la santa dedicación de María a la mística salida del sol, mientras que, antiguas leyendas aseguran que fue a ella a quien el recién resucitado Maestro se le apareció en primer lugar.
María, la Virgen, pasó por el Tercer Grado o Grado del Maestro a los pies de la cruz; y María Magdalena, al amanecer del primer domingo de Pascua, cuando encontró al Maestro en el jardín.
En este grado, la conciencia es elevada a planos espirituales superiores. Ello es sólo posible bajo la supervisión de un Maestro. Por eso, antes de que tal elevación de conciencia se produjera, María no reconoció a su Maestro en Su resplandeciente cuerpo espiritual, y sólo cuando la ayudó a elevar gradualmente su conciencia a los planos en que Él estaba funcionando, lo reconoció en Su gloria trascendente. Fue entonces cuando ella se postró de rodillas, con humildad, y se dirigió a Él como «Raboni», que significa «elevadísimo Maestro».
El lunes de Pascua, el Maestro se apareció, de nuevo, a Sus discípulos más avanzados, junto al Lago Tiberíades. Estaban en el grupo Pedro, Santiago, Juan, Natanael y Felipe. Pedro, al que se refiere este incidente, anunció su intención de pescar. Sus compañeros estuvieron de acuerdo y, subiendo a la barca, se hicieron a la mar. En toda la noche no pescaron nada. Al amanecer, vieron a Jesús, de pie, en la orilla. Dirigiéndose a ellos, les dijo: «Echad vuestra red a la derecha de la barca y pescaréis». Así lo hicieron y la pesca fue abundante. Cuando Pedro supo por Juan que era el Maestro quien estaba entre ellos, se arrojó al mar para ir a su encuentro y llevó luego la red, repleta de peces, a tierra.
Este incidente se recuerda en el capítulo veinte del Evangelio de San Juan, el más esotérico de todos los Evangelios, escrito por el más próximo y amado discípulo del Maestro. La experiencia en él descrita es toda espiritual y tuvo lugar en los planos internos. El mar simboliza el plano etérico y la barca, el cuerpo-alma, en el que el hombre funciona en dicho plano. El pez es el símbolo de los Misterios Ocultos o verdad esotérica. El número de peces capturados, 153, da el valor numerológico nueve, el número de la evolución del hombre, e indica que la Humanidad entera será salvada cuando el Cristo Cósmico sea universalmente reconocido como Salvador del Mundo.
Pedro estaba entonces recibiendo instrucciones para alcanzar el Tercer Grado o Grado del Maestro. A él y a los que con él se encontraban, les estaba enseñando el Maestro «cómo arrojar la red al lado derecho de la barca» o, en otras palabras, cómo sintonizarse con las corrientes de la derecha o positivas de la Tierra. Estas corrientes están bajo control de Mercurio, dios de la Sabiduría, regente de las emociones.
Entonces, nuevos discípulos quedaron investidos con los poderes del Grado del Maestro, que los capacitaron, en palabras del Evangelio de San Marcos, para arrojar demonios «en Mi nombre». Y hablarán nuevas lenguas, cogerán serpientes y, si beben algún veneno, no les hará daño; impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos (Marcos 16:18-19).
Desde el primer gran derramamiento de Fuego en Pentecostés, la Humanidad ha derivado, invariablemente, hacia el mundo del materialismo, en el que los poderes del espíritu se han hecho cada vez menos aparentes. Pero, desde su largo «entierro», están abocados a experimentar una resurrección universal en el Nuevo Día que ya está amaneciendo. Otro tiempo de «milagros» está ya a la vista; un segundo Pentecostés se acerca. De la urna de Acuario está siendo derramado sobre toda la Tierra un nuevo fuego del cielo, destinado a despertar a la Humanidad a nuevas realizaciones espirituales, y a crear las circunstancias que harán posible el retorno del Espíritu de Cristo, para completar la conciencia de los hombres, igual que se manifestó a Sus allegados durante los días de Su primera venida.
La Resurrección de Cristo no es sólo un acontecimiento histórico para mera celebración eclesiástica. Es un festival cósmico recurrente. Es un incremento anual, tanto físico como espiritual, de vida, para la experiencia presente y para el desarrollo futuro del hombre. Sólo cuando esa experiencia haya sido asimilada interiormente, podrá el hombre comprender el trascendental significado de los sagrados Misterios de Pascua.